miércoles, 18 de julio de 2007

La Ley de la Selva


Muchos tienen la convicción de que la sociedad moderna se encuentra atravesando en estos momentos por una profunda crisis de valores y de significado. Algunas situaciones alarmantes parecen indicar que el mundo se ha deteriorado a pasos agigantados en los últimos años; pero ¿es realmente así? ¿En verdad podemos decir que estamos como sociedad atravesando por un período de crisis? El problema con esta pregunta es que presupone un parámetro de normalidad, la existencia de valores absolutos y de un estándar objetivo de comportamiento que rija a todos los seres humanos por igual. Si en la selva africana una familia de leones ataca un jabalí y lo despedaza, la noticia no saldrá en los periódicos al día siguiente; pero cuando un adolescente descarga su furia disparando contra sus profesores y compañeros de escuela, eso sí que espanta y asusta, porque no se espera que los seres humanos se comporten así. Pero, ¿cómo determinamos el comportamiento que debemos esperar de los seres humanos? ¿Basados en la autoridad de quién distinguimos lo bueno de lo malo? ¿En la autoridad del individuo, de la tradición o del consenso popular? Necesitamos una base de autoridad legítima que rija a todos por igual.


Ese es el gran problema que enfrenta la sociedad occidental hoy día: ha rechazado la base judeocristiana sobre la cual había construido su sistema de valores y ahora se encuentra como un barco a la deriva en el océano del relativismo y la subjetividad. Lo que es bueno para ti puede que no lo sea para mí y viceversa. El concepto de verdad absoluta se ha vuelto obsoleto y con la muerte de la verdad ha muerto también la virtud. Si no existe un Dios personal que creó todas las cosas con un propósito, un Dios que se ha revelado al hombre en un libro infalible que podemos comprender racionalmente, entonces no tenemos hacia dónde mirar para encontrar respuestas verdaderas a las preguntas más trascendentales: ¿Cuál es el propósito y sentido de nuestra existencia? ¿Cómo se supone que debemos vivir? ¿Cuál es nuestro destino final? Si cada cual tiene la prerrogativa de responder conforme a sus propios criterios o conveniencia, eso equivale a decir que la verdad absoluta y objetiva no existe, ni los valores morales tampoco. Cuando los cimientos son destruidos es sólo cuestión de tiempo para que se imponga en la sociedad humana la ley de la selva: la supervivencia de los más fuertes.

Ser y no ser nada...

El poeta nicaragüense Rubén Darío, en su poema Lo Fatal, expresa la angustia existencial del hombre ante la realidad de una vida consciente que se dirige hacia un destino final inevitable e incierto: Dichoso el árbol que es apenas sensitivo, / y más la piedra dura, porque esa ya no siente, / pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, / ni mayor pesadumbre que la vida consciente. / Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto, / y el temor de haber sido y un futuro terror… / y el espanto seguro de estar mañana muerto, / y sufrir por la vida y por la sombra y por / lo que no conocemos y apenas sospechamos, / y la carne que tienta con sus frescos racimos, / y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos, / ¡y no saber a dónde vamos / ni de dónde venimos!
Podemos tratar de evadir esta inquietud existencial y vivir del modo más evasivo posible, pero eso no elimina la realidad de que existimos y de que algún día nos enfrentaremos con la experiencia de la muerte.

Es de sabios inquirir ¿qué nos espera después? Esta no es una pregunta escapista. Lo que pensemos al respecto ejercerá una influencia determinante en nuestra vida aquí y ahora.

Veamos cuáles opciones tenemos. Podemos partir de la premisa de que no existe Dios, sino que fuimos arrojados a la existencia por una fuerza ciega, a través de un proceso evolutivo casual en el que no intervino ningún Ser inteligente. En tal caso tendríamos que llegar a la terrible conclusión de que nuestra vida en este mundo es un absurdo. Podríamos intentar darle un significado a cada momento de nuestra existencia, pero nuestra existencia en sí no tendría sentido alguno y, por supuesto, tampoco habría para nosotros ninguna esperanza. Si venimos de la nada, a la nada volveremos.

Pero esa no es la única opción. Hay esperanza para el hombre, tanto para el presente como para el porvenir, porque fuimos creados con propósito por un Ser inteligente.

Aclaro que los cristianos no creemos en Dios porque esa fe sea una necesidad filosófica o sicológica, sino porque Él ha dejado pruebas sin número de Su existencia.

Toda la creación testifica del poder y la sabiduría del Creador. El cristianismo descansa sobre una fe razonable. Pero es indudable que si echamos a Dios a un lado eliminamos toda esperanza racional para el hombre. Si no fuimos creados por un Dios sabio, bueno y todopoderoso no hay nada que esperar. De la nada vinimos y a la nada volveremos. Sin Dios sólo queda lo fatal...

¿Creación por azar?


Una de las grandes interrogantes con la que han lidiado científicos y filósofos por igual es ¿por qué hay algo en lugar de nada? ¿Cómo vino a la existencia el universo y todo lo que hay en él? Esta interrogante fundamental solo posee cuatro respuestas posibles:

1) Que la realidad, tal como la conocemos, se creó a sí misma;

2) Que la realidad es auto existente (ésta no es igual a la anterior, ya que presupone la existencia eterna de algo, en este caso, de la materia);

3) Que nuestras experiencias con la realidad no son más que una ilusión; y

4) Que el universo, y todo lo que hay en él, fue creado por un ser auto-existente.


Las tres primeras son compatibles con el ateísmo, mientras que la última apunta hacia la existencia de Dios. Comencemos por la primera posibilidad: Una realidad que se crea a sí misma. Rara vez los oponentes del teísmo se refieren al universo como una entidad auto creada, y esto por una razón obvia: Este concepto es completamente absurdo. Para que algo pueda crearse a sí mismo tiene que ser su propio efecto y su propia causa al mismo tiempo y en el mismo sentido. Afirmar que algo se creó a sí mismo, implica decir que algo existía antes de existir. Para evitar este absurdo tan evidente, algunos disfrazan sus afirmaciones usando una terminología más potable, como “creación al azar” o “generación espontánea”; pero no importa cómo se disfrace, el concepto sigue siendo irracional. Cuando alguien declara que el universo fue creado por azar, lo que está diciendo en realidad es que todo vino a la existencia de la nada, porque el azar, como entidad, no existe. Cuando decimos que una cosa sucede por azar, simplemente estamos afirmando que desconocemos cómo sucede; en otras palabras, recurrimos al azar o a la casualidad para referirnos a nuestra ignorancia. Supongamos que arrojamos al aire una moneda; en ese momento no sabemos de qué lado caerá. Pero si conociéramos con toda precisión la fuerza con que es arrojada al aire, y todos los factores que inciden en sus movimientos, y la fuerza con que rebota en el suelo, etc., etc., podríamos predecir con cierto grado de exactitud de qué lado caerá. Como desconocemos todos estos factores, decimos que fue por azar que salió cara o cruz; pero el azar no es una entidad real y, por lo tanto, no posee poder alguno. Cuando alguien dice que el universo fue creado por azar, no está explicando nada; simplemente está diciendo que ignora cómo sucedió.

¿Qué es el hombre?

"Si somos el producto de un afortunado accidente, entonces no somos más que protoplasmas esperando convertirse en abono"


La biología moderna ha redefinido la vida humana. Hasta la llegada del siglo XIX era generalmente aceptado el hecho de que el hombre es un ser creado a imagen y semejanza de Dios.

No había dudas sobre lo que significa ser humano o sobre el valor de la vida, porque la cosmovisión judeocristiana era determinante en la sociedad occidental. Pero con la llegada del naturalismo el panorama cambió.

El naturalista cree que la vida “surgió de un mar primitivo a través de un choque… de sustancias químicas, y que a lo largo de cientos de millones de años de mutaciones casuales, este accidente biológico dio lugar a los primeros seres humanos”. Esta perspectiva trajo una redefinición del hombre y de la vida.

De acuerdo con la biología moderna el hombre no es otra cosa que un “animal racional” y, por lo tanto, sin más dignidad que las bestias. Ingrid Newkirk, la fundadora de PETA (las siglas en inglés de: Personas en Favor de un Tratamiento Ético a los Animales), declaró a un reportero del Washington Post que las atrocidades de los nazis son insignificantes en comparación con la cantidad de animales que son “exterminados” anualmente para comer: “Seis millones de judíos murieron en los campos de concentración, pero seis billones de pollos morirán en los hornos este año”. Muchos evolucionistas se horrorizan ante tales declaraciones, sin comprender que su teoría nos conduce hacia allí a final de cuentas. Si somos el producto de un afortunado accidente, entonces “no somos más que protoplasma esperando convertirnos en abono”, como alguien dijo.

Ni siquiera podríamos decir que los seres humanos son animales más desarrollados en el proceso evolutivo, porque no tendríamos parámetro para definir el progreso. El evolucionismo nos deja sin una base racional para defender la dignidad humana.

Las ideas tienen consecuencias. La postura que asumamos respecto a la vida humana y su definición incidirá directamente en temas como el aborto, el suicidio asistido, la eutanasia, y muchos otros.

Más aún, si enseñamos a nuestros jóvenes que no existe diferencia alguna entre una bestia y un hombre, no es de extrañarse cuando los veamos conducirse según la ley de la selva.

La evolución es mucho más que una hipótesis académica; es un modo de ver y vivir la vida que, no solo saca a Dios del panorama, sino que destruye la dignidad humana...